MIS TIENDAS DE SIEMPRE

Cuando era niño (años 60) solía cambiar mis tebeos ya leídos del Capitán Trueno y de Hazañas Bélicas en Casa Paco, al final de la Calle San Lorenzo; y en Casa Amadeo (ya no está), a la vuelta de la esquina en el Coso Bajo.
 

Por el camino, en la Calle Mayor, me maravillaba ante el escaparate repleto de caramelos de Quiteria Martín.
 

Durante años, para mí “Quiteria” fue sinónimo de tienda de chucherías. Tardé bastante tiempo en saber que aquel era el nombre de la dueña del comercio.
A veces acompañaba al abuelo Domingo al Mercado Central, donde años atrás había tenido un puesto de frutas y verduras..
 

Al llegar a la Calle San Gil tenía otro éxtasis laminero-contemplativo ante los exquisitos dulces de Casa Fantoba, igual que me pasa ahora. Entonces sólo los probaba con ocasión de alguna fiesta muy especial. No eran años de caprichos.
 

Casi enfrente, en el escaparate de la papelería Casa Sabater (ha cambiado de nombre pero no de ramo), recuerdo una fantástica caja de 100 pinturas Faber Castell, a cuyo lado mis Alpino de 12 eran el proletariado del color. Sigo sin saber para qué sirve la blanca...
Continuando por la Calle Méndez Núñez llegaba el ruido permanente del teclear en el Centro Mecanográfico, prehistoria del Word. Enfrente mismo, La Ferretera Aragonesa, donde el abuelo encontraba cualquier pieza para las reparaciones caseras.


Hoy como entonces, sigue resultando equívoco que se anuncie la venta de drogas.
 

Pasábamos luego por la Calle Torrenueva y veía Casa Montal como paradigma de la abundancia, con sus jamones colgantes.


Al final de la calle estaban los Almacenes Sepu ("Quien calcula compra en Sepu" decían una y otra vez los atavoces). Siempre pedía entrar para subir en su escalera mecánica, la primera que hubo en España pues databa de 1936, y la única de la ciudad hasta la llegada de Galerías Preciados. Al lado mismo Almacenes Arias, para todos "Saldos Arias", eran la alternativa más económica al cosmopolita Sepu. Al otro lado del Mercado Central, El Pequeño Catalán, donde en septiembre mi madre me compraba una nueva bata del colegio, cuando el doble ya no daba más de sí.
En los soportales de la Plaza de Lanuza, junto al Mercado, el abuelo solía comprar en Casa Gavín semillas que le habían encargado los parientes del pueblo.
 
A pocos pasos por la Calle del Buen Pastor, entre el Colegio Santo Tomás de Aquino de la familia Labordeta y el Colegio Público de niñas María Díaz, se llegaba a la Plaza del Justicia.
En otras tiendas de la zona, como Casa Sieso y las ya desaparecidas de los porches, se vendían albarcas, alpargatas, albardas, toneles, cántaros, azadas y demás útiles para el campo. Eran paradas obligadas para los visitantes de los pueblos, en particular para los hortelanos que traían sus productos al cercano mercado.

En la Calle Cerdán (hoy César Augusto), que era la calle de las zapaterías, al pasar por la Corsetería La Suprema yo miraba de reojo, con curiosidad infantil primero y malicia preadolescente después, las bragas y sujetadores expuestos.

Ya de regreso al Boterón, nuestro barrio, pasábamos por la Plaza del Pilar y entrábamos al resguardo del Pasaje del Ciclón.
 

Los almacenes del mismo nombre eran un paraíso de los juguetes donde cogía ideas para la carta de Reyes.
 

A la salida, me fijaba en el escaparate de Belloso, con los maniquíes luciendo vestimentas litúrgicas. Siempre me chocó que no tuvieran cabeza.


Junto a la Plaza de La Seo, en la Calle San Valero, estaba y está La Flor de la Sierra, donde el abuelo solía tomar un tinto con una sardina, aunque nunca conmigo. Supongo que no le parecería adecuado llevar al nieto a una taberna.



Cerca de allí, en San Gil, Casa Belanche anunciaba: "Aquí las peores gambas a la plancha", precursores de la publicidad epatante.


Era costumbre cruzar por el interior de La Seo. En la penumbra eclesial veías a las mujeres con las bolsas de la compra sobre los mármoles catedralicios, a la vuelta del Mercado. Borrajas, pescadillas y barras de pan asomaban envueltas en papel de periódico, bajo la pétrea mirada de ángeles y santos. Entonces no había que pagar para entrar como ahora.


El abuelo Domingo hacía una parada en los bancos del altar mayor pero no para rezar, qué va, sino para leer el Heraldo. Decía que aquel es el mejor asiento de la ciudad: caliente en invierno y fresco en verano. Y sentenciaba: “Donde haya curas siempre se está bien”.
En la Calle Palafox, entrábamos a comprar vino en las bodegas del mismo nombre y pan en el Horno Sevilla. Aún no existía el Mercadona, ni en la imaginación.
Supervivientes a las franquicias y grandes superficies, resistentes frente a la globalización, sigo encontrando algunas de aquellas tiendas, mis tiendas de siempre. Con ellas, parte de mi pasado.

2 comentarios:

  1. Fotos muy bonitas! Me gusta muchisimo las antiguas tiendas y los antiguos rotulos.

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